Pelo pelo y pelo





Así, sí, así me siento. Desnuda, manchada y gris. La carga que a mis espaldas llevo es una cuestión peluda y pocas veces anda por si sola, yo la mantengo a flote no se por qué. Quizás es un empeño de vivir de alguna manera aunque no sea la mía. Pelo pelo y pelo. Ya no quiero más pelo cayendo por mis rodillas, no quiero llenar más bolsas de inconsciencia desatada para después otra vez atarla. Quiero mirar a través del los cristales conformados para producir placer y fabricar mi felicidad, quiero aumentar y disminuir las imágenes de mi vida a mi antojo con una sola torsión de muñeca. Quiero dar luz al color que vive gracias a ella y a los objetos poder mirar desde otra o varias perspectivas de manera que me enseñen a estar viva. Luz, luz, luz sólo quiero arrojarla aquí o allá, luz.

Recordando que todo cambia




De vez en cuando me gusta reencontrarme con la enana que un día fui, aquella que del mundo hacía una ilusión que hoy en día se hace difusa en la mente, y aquella que tenía una percepción de las cosas tremendamente diferente a la de ahora. Desde la perspectiva de "los mayores" todo adquiere un tono amarillento y amargo en la que todos los elementos se mueven por intereses, agonías y todo tipo de locuras... Bueno, el caso es que me aburría y me puse la película de dibujos animados con la que Wall Disney terminó de lucirse por completo; Alicia en el país de las maravillas. Ahora nada era igual que en mis años de renacuaja inquieta, cierto sentimiento de nostalgia y tristeza invadieron mis sentidos con los que lentamente me fui adentrando de nuevo en la inexplicable historia de esta curiosa muchacha. Los personajes eran totalmente desconocidos para mí y donde antes veía seres gorditos y graciosos, llenos de colores, ahora veía metaforas deformadas andando de un extremo al otro del largometraje. Y esque la película se las trae, Wall Disney se la agenció para conseguir que todos y cada uno de los personajes fueran un reflejo de nuestro yo más interno, cada uno de ellos en un aspecto diferente de nuestras vidas. Durante la hora y media aproximada que dura la película estuve sintiendo la identificación absoluta, e aquí su genio. Empecé a sentirme igual que Alicia cuando toma su primer trocito de esa especie de lacasitos de colores para ser más grande. Me sentí mayor, y triste, pues ya no poseo esa capacidad fantasiosa que me elevaba al cielo, ahora mis fantasías chocan contra el techo. Qué se le va a hacer, no me iba a poner a llorar y formar un mar de lágrimas del que cuidar de no ahogarme. Al fin y al cabo esta vida esta llena de personajes de carne y hueso que no se limitan a encerrase en la pantalla del televisor. Caminando por la vida, y en diferentes ocasiones, he encontrado al señor morsa...en este caso, en vez de bajo el mar, suele situarse siempre arriba y es quien lo dirige todo desde su mesa plagada de ostritas que nunca contestarán. Yo soy más parecida a su carpintero fiel... ese que cantaba aquello de "así lo maaanda el rey" y obedecia sin pensar a los deseos de su amo sin que este le dejara una sola ostra para comer. El carpintero le construia una casa y le preparaba la comida que él nunca degustaría. Y esque hay que aprender a celebrar todos los días nuestro feliz día de "no cumpleaños" cómo lo hacía el sombrerero loco y su amigo el conejito...también algo loco, pero ambos felices en su mundo. Fue después de ver esta pelicula cuando, sintiendome indentificada con el señor conejo, pendiente a todas horas del reloj y corriendo a todos sitios diciendo eso de" me voy me voy me voy me voy, ya son más de las diez, me voy me voy me voy", no dejé de repetirme una y otra vez "¡Feliz feliz no cumpleaños aaa tiiii!".

Francesca Woodman

Esconder el cuerpo exponiéndolo. Demostrar su inconsistencia, su impalpabilidad, acentuando cada una de sus curvas. Borrar su unicidad en una infinidad de réplicas. Obligarle a expresar los sentimientos que es incapaz de probar. Atraparlo detrás de un cristal, de un trozo de papel, en la corteza de un árbol, contradiciendo la mentira de su infinita libertad. La obra de Francesca Woodman es un elegante juego de espejos, donde el cuerpo es el único jugador. Es bastante difícil hablar de Francesca Woodman y no utilizar, por lo menos una vez, como si de una necesidad se tratara, el adjetivo “íntimo”. Sus fotografías, rigurosamente en blanco y negro, de pequeño tamaño y a menudo borrosas, poseen una intimidad fuera de lo común, potentísima, terrible. Las miramos y ya lo sabemos todo de ella. Su soledad, su genio, su tristeza. Su sensualidad que se lanza y que se queda flotando en una habitación vacía, incapaz de volver a tocar el suelo. Su tensión y su fracaso. La intimidad nos mima y nos acaricia, pero en Francesca Woodman agrede, hiere, duele.

La fábrica Galería.

Aquí respiro sin ti, pero respiro.



Te escribo para decirte que no voy a volver, aquí me encuentro bien y no debes preocuparte. Mi vida aquí es tranquila y mi autoestima y ganas de vivir se hinchan cada mañana al igual que mis pulmones lo hacen al respirar este aire puro que nos regalan los árboles. Me levanto cada mañana con la sensación de haber dormido en una nube y al abrir las ventanas se abre ante mí un inmenso campo de trigo cuya superficie comienza a amarillear. Sobre él se alza una enorme montaña cortada y sobre su acantilado viven miles de especies de ave que alzando el vuelo me proporcionan el placer indescriptible de pensar que aún existe la libertad. Salimos algunas mañanas a coger patatas, aquí se cultivan toda clase de alimentos que nos evitan volver a la ciudad y al supermercado; sólo debemos andar unos metros y agacharnos a recogerlos. Da la impresión de estar extrayendo lingotes de oro, pues se aferran a la tierra que los vio nacer de igual modo que yo lo hago. Aquí están mis raíces. Sobre la gran montaña que te decía (aquí le decimos torre) se alza un robusto y firme muro que lleva construido miles de años y que a esta divide en dos. Decenas de agujeros lo atraviesan: puedes pasar de un lado al otro de la montaña en cuestión de segundos a través de estos inmensos boquetes del tamaño de una persona. El cometido de este gran muro, aún hoy, no está nada claro. La gente aquí dice que se construyó con ánimo de separar el ganado antiguamente. Yo prefiero creer que es un ancestral muro que sirvió como defensa para una guerra, una guerra no menos sangrienta que todas las demás. Separó grandes ideologías y presenció grandes batallas que se lidiaron por amor a estas tierras. Imagino, al mirarla durante horas a través de la ventana, cómo corrían los soldados árabes de un lado a otro e introducían sus fusiles por aquellos agujeros por los que corrió la sangre que aún hoy lo hace por nuestras venas. Ahora lo único que corre por ellos es el aire que transporta un tranquilo y fiel aroma a tomillo y romero que nos hace suspirar día a día.

Vine aquí alejándome de la ciudad y así poder estudiar más tranquila. Pues bien, he de decirte que ya no me interesa, lo siento, sólo quiero vivir con mi vida. Me cansé de memorizar manuales que me ayudasen a encauzarla por las desconfiadas rutas sumergidas en el oscuro humo de cientos de miles de fábricas e industrias que alguien inventó con el fin de seguir un sistema de egoísmo, consumismo y desprecio hacia lo verdaderamente humano y natural. En mis apuntes la palabra “consumidor” se repetía demasiadas veces una página tras otra. Sí, lo soy, cuando me di cuenta me entristeció mucho, me entristeció darme cuenta de que soy una de esas personas que llegadas a los dieciocho años ya había estado sentada delante de la televisión, durante su corta vida, una media de más de cuatro horas al día, y me asustó cuando hice la cuenta y las multipliqué por mis años. Ya ni hablar de la increíble capacidad que mi cerebro había desarrollado para almacenar miles de logotipos de productos absurdos. Aquí, en cambio, no hay televisión, me escondo del número exacto de la gente que muere al día, aquí me escondo de tu mundo contradictorio en el que los asesinos hablan de inocencia, los políticos de justicia, los hombres asesinan a las mujeres y las mujeres a sus hijos, matar es una fiesta y morir es honrar, lo natural se vuelve artificial. Aquí mi cerebro se desintetiza y desintoxica poco a poco de la política y la economía definidas en el consumismo, en el interés de la empresas, que al fin y al cabo son las que mandan en ese mundo...si no haces algo ya, acabarás tú también explotando indirectamente los recursos naturales de la tierra para poder llevarte la compra a casa en una bolsa de plástico, acabarás siendo una de esas personas que consideró la tierra un bien que podía comprarse o venderse, acabarás tu también manifestando la baja estima que tienes al suelo sobre el que pisas. Llegarás a morir sin haberte conocido a ti mismo, dominarás el arte de amargarte la vida y amarillearás de viejo prematuramente con el humo mientras ves pasar tu vida por el filtro de tu cigarro. Si un día tuvieras el valor de vivir la vida que realmente te gusta y decidieras, en vez de alejarte solitario por los pasillos de los hipermercados, acercarte a nuestras raíces, a recordar por quien estamos aquí y agradecérselo día a día, a amar a la tierra por la que vives y respiras. Si todo eso ocurriera, aquí te haría un hueco, a mi lado, y podrías recuperarte y serias feliz, y valorarías tu vida, y la mía, y la de tus hijos, y la de tus nietos y biznietos. Si algún día ocurriera, tú también podrías atravesar los agujeros de este muro junto a mí y respirar este aire único, podrías entonces amarte y amarme a mi realmente, podrías llegar a amar a aquellos que pisaron esta montaña antes que tú y a los que después la pisarán gracias a ti. Yo me quedo, no volveré nunca, pues aquí ya encontré mi sitio y no creo que esté en otro lado que en estas abruptas montañas, sólo me faltas tú y tu esencia, de tu mano dejo lo demás junto a esta carta.

Nuevas recetas


Percibo mi cabeza cual despensa en la que guardar todos los frascos en conserva, pensamientos y recuerdos que me saborean el cerebro de acá para allá, lo recorren a diario y me hacen reaccionar en uno u otro sentido. Hace tiempo que no pruebo tu punzante y crudo sabor, creo que sólo es eso lo que echo de menos; el efecto que provocabas en mis papilas gustativas, pero siempre fuiste reemplazable por cualquier otra especia. Tu pelo y tu olor azucarado pasan por la despensa cada día con el propósito de inundar mi tabique, pero enseguida te vas para dejar paso a otro aroma procedente de otro punto de la cocina. Me visualizo cual cocinera resuelta y alígera abriendo armarios en una dirección y cerrando cajones en otra, en virtud del plato especial del día, desesperada por encontrar una nueva fórmula que satisfaga mi oscuro y profundo paladar. Todo anda diferente, recuerdo aquellos tiempos en los que día a día eras el menú especial. Me acordé a diario de añadir dos o tres terrones de azúcar en mi desayuno y mientras se hundían recordé cómo tus dedos lo hacían en mi piel y así evoqué aquellas largas tardes bajo el edredón en las que comida, merienda y cena se amontonaban. Lo cierto es que hace un tiempo cambié tu receta, ahora más que cocinar percibo nuevas esencias tras de las cuales viajo transitando y recorriendo nuevas combinaciones y quizá buscando el motivo por el que un día dejaste de relamerte. Camino extraviada por las calles, me abandono a las viejas teorías de renovarse o morir y trato de encontrar con o sin solución un aroma, cualquiera, que me haga cerrar los ojos de placer. Algunos días encuentro heterogéneos e híbridos que me satisfacen de manera cambiante en calles diferentes y me llevan por caminos incomparables, otros en cambio se vuelven irrespirables e infectos. Esta es mi manera de sobrevivir durante un tiempo, hasta que tornas a penetrar en el más profundo de mis cinco sentidos y me transportas a épocas en las que fui feliz por varios instantes, transformando mi percepción a través de la cual soy capaz de visualizar el mundo que nos rodeaba. Vuelvo a sospechar entonces que nunca conseguiré prescindir de tu cometido como aquello que me dio la vida y después decidió, como quien decide si salado o dulce, quitármela indiscriminadamente día a día. Nunca te guardé rencor, pero sí guardé tu olor en mi despensa junto a los demás.

Kiwi y naranja



Como kiwi y naranja, como lo mismo de siempre, mi cuerpo se compone de la misma materia mientras todo cambia, aunque todo siga igual. No sé si sigo siendo la misma. Camino por las mismas aceras, tiendo en las mismas cuerdas, subo los mismos escalones y aprieto siempre el número siete en el ascensor. Cuando entro a casa la puerta hace el ruido de siempre, las tablillas del parqué están ahí, sin moverse, con su habitual color amarillento. En este piso siempre entra la misma luz. En mi habitación nada ha cambiado, la misma cama me espera desde su esquina, con su misma colcha, sí, esa rellena de plumas que pinchan al tumbarte. Lorca y Lourdes me miran desde el mismo rincón donde los dejé la primera vez, no hay nada raro en sus miradas; ellos siempre me han mirado diferente y ya estoy acostumbrada. Mi persiana sigue rota y el yogur que me comí ayer sigue encima de la mesa. Sigo sin quitar el polvo y desde mi balcón se ven los edificios grises, aquellos que siempre anhelé que cambiaran de color, pero ya me da igual. Tampoco los pájaros de la vecina han cambiado de melodía desde que llegue aquí, no les culpo. Acostumbro a leer mientras les escucho. Miro mis manos mientras sujeto el libro y algo ha cambiado en ellas, son las mismas, sí, quizá a cambiado mi forma de miralas. Me asomo a la ventana y veo a la chica de enfrente. Hacía tiempo que no la veía. Ahora siento un cariño especial por ella, pues llegó un momento en el que también acostumbré a verla todos los días. Esta relajada y sonríe sin razón. En ella siempre he visto a la persona que algún día querría ser y la admiro. Observo cómo se mueve de acá para allá, decidida y sin presión, está relajada y se dedica simplemente a vivir y a sí misma. Debería parar de mirarla, pues siento tanto alivio al verla que me llega a asustar. Levanta la mirada y mira hacia el frente. Sus ojos se cruzan con los míos y por un momento me observa, se pregunta que hago ahí parada, el libro que sujeta en las manos cae al suelo. No puedo hacer otra cosa que agacharme. Vuelvo a mirar y sigue ahí parada, igual que antes. Ahora veo mis ojos en los suyos y es entonces cuando descubro que aquello que tenía en frente, aquello que anhelaba tanto no era otra cosa que mi propio reflejo. Recojo el libro y sigo leyendo, pero a partir de este momento las historias jamás serán como pájaros encerrados en sus jaulas...


Es muy complicado vivir


Ella estaba asustada, había escogido el camino que le hacía separarse de su novio, con el que llevaba un tiempo. Ese día, cuando llegó a casa, se tumbó en la cama y comenzó a explicarse a si misma las razones por las que lo había dejado y a hacer balance de los pros y los contras de esa relación. Se empeñaba en ver todos los defectos que le provocaban un sentimiento de rabia y enfado. A partir de entonces no hubo un día en su vida que no se levantara pensando en él y echándolo de menos. “No son las explicaciones las que nos hacen avanzar; es nuestra voluntad de seguir adelante”.

Escoger un camino significaba abandonar otros. Le asustaba la obligación de tener que escoger un camino, un solo y único camino que pudiera privarle de todos los demás. Tenía una única vida que vivir y no podía evitar pensar que, quizás, en un futuro se arrepintiera de las cosas que quería hacer ahora. Tenía miedo a querer recorrer todos los caminos posibles y acabar no recorriendo ninguno. Tenemos miedo a comprometernos. Ni siquiera en el amor fue capaz de librarse de ese miedo, ni siquiera en el aspecto más importante de su vida. Después de haber sufrido una gran decepción, sintió que nunca más se entregaría por completo. Le aterrorizaba el sufrimiento y la inevitable separación, le aterroriza el corto y a veces largo, difícil y aveces fácil camino del amor y, por ello, la única salida que tomó para evitarlo fue no recorrerlo. Es triste, para no sufrir era preciso no amar. Pero ¿Hay alguna persona en este mundo que sea capaz de no amar? ¿Hay alguna persona en este mundo que sea capaz de escoger sin miedo? Escoger sin miedo a correr ciertos riesgos, tomar ciertos caminos y rechazar otros. Porque lo peor no es pasarse la vida probando caminos para así saber cual no es el adecuado, lo peor es escoger uno y pasar el resto de la vida pensando si escogiste bien. Su padre la ayudó de la siguiente manera; la condujo hasta el salón, donde había un enorme reloj antiguo, parado desde hace ya años, ella observaba sin comprender y el padre le explicó: “No existe nada completamente errado en el mundo, hija mía. Hasta un reloj parado consigue estar acertado dos veces al día”.


Inspiración de Brida, Paulo Coelho. Gracias por esa sabiduría.