Francesca Woodman

Esconder el cuerpo exponiéndolo. Demostrar su inconsistencia, su impalpabilidad, acentuando cada una de sus curvas. Borrar su unicidad en una infinidad de réplicas. Obligarle a expresar los sentimientos que es incapaz de probar. Atraparlo detrás de un cristal, de un trozo de papel, en la corteza de un árbol, contradiciendo la mentira de su infinita libertad. La obra de Francesca Woodman es un elegante juego de espejos, donde el cuerpo es el único jugador. Es bastante difícil hablar de Francesca Woodman y no utilizar, por lo menos una vez, como si de una necesidad se tratara, el adjetivo “íntimo”. Sus fotografías, rigurosamente en blanco y negro, de pequeño tamaño y a menudo borrosas, poseen una intimidad fuera de lo común, potentísima, terrible. Las miramos y ya lo sabemos todo de ella. Su soledad, su genio, su tristeza. Su sensualidad que se lanza y que se queda flotando en una habitación vacía, incapaz de volver a tocar el suelo. Su tensión y su fracaso. La intimidad nos mima y nos acaricia, pero en Francesca Woodman agrede, hiere, duele.

La fábrica Galería.

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